Un arquitecto, a juicio de Álvaro Siza, ese sabio fumador tranquilo, es lo más parecido que existe a un detective: “Está obligado a encontrar razones para estructurar sus proyectos en un mundo difícil de explorar y en el que no es nada fácil hacer descubrimientos”. El símil, aunque disonante con la vieja tradición que nos (re)presenta la arquitectura como una tarea propia de dioses, consagrada sobre todo a evidenciar el rotundo tamaño del poder, aunque en realidad sea esculpida siempre por manos (fieramente) humanas, resulta luminoso. Quien construye edificios y, al cabo, configura la fisonomía de una ciudad –esa forma de arte tan excepcional y al mismo tiempo tan terrestre–, como nos enseñara Aldo Rossi, es alguien que básicamente resuelve enigmas. Uno detrás de otro. Capitales, intermedios y menores. En esto consiste su oficio. A partir del lienzo que es un papel en blanco colocado sobre una mesa, o en una libreta, dibuja las dimensiones aproximadas del misterio al que se enfrenta.
Las Disidencias en Letra Global.
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