La universidad pública practica la costumbre, no sabemos si con intención irónica o solemne, de dedicar a sus académicos más notables una monografía consagrada a su obra. Se trata, por lo general, de volúmenes dedicados al arte del encomio que se envían a la imprenta, ese mecanismo prodigioso, cuando el tiempo (de la jubilación) alcanza al correspondiente. Cuando uno se topa con estos libros ad maiorem gloriam lo que casi siempre encuentra es una colección de elogios escritos por los discípulos del homenajeado, al que le agradecen -en letras de molde- la guía, las porfías, los favores (haberlos, haylos) y toda la sabiduría transmitida, como una antorcha, desde el primus inter pares hacia sus herederos intelectuales.
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