Las grandes revoluciones de la historia no son políticas ni económicas, sino ópticas. No necesitan sangre ni engendran violencia. Suelen ser las más longevas. Primero porque perduran. Y segundo porque, al contrario de lo que ha venido a demostrar la historia reciente (que todos los cambios por la fuerza acaban siendo el origen de regímenes tan nefastos como aquellos contra los que se alzaron), terminan mejorando el mundo. Consisten simplemente en aprender a mirar de otra forma la realidad. Pensar sin intermediarios. Con eso basta. Los políticos, que donde quiera que estén siempre forman parte del statu quo, suelen temer a estas revueltas sustentadas en los valores mucho más que a las armadas. La receta para combatir las segundas es sencilla: poner a trabajar a la policía. Ante las primeras no existe más herramienta política que la propaganda, pero se trata de una medicina puramente preventiva. Su éxito no siempre está garantizado. Si no funciona, el peligro (para ellos) aumenta. Si aplicamos esta tesis a un tema aparentemente banal (el alumbrado navideño) y a un sitio corriente (Sevilla, superlativa ciudad de provincias) el resultado es un hallazgo conceptual inesperado. Una metáfora de la encrucijada en la que se encuentra la ciudad.
Sevilla
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