Es difícil encontrar un atrio literario que supere al que escribió Dickens para el primer capítulo de su Historia de Dos Ciudades: “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos; la edad de la sabiduría y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos derechos hacia el cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto. Aquella época era tan parecida a la actual que nuestras más notables autoridades insisten en que tanto en lo que se refiere al bien como al mal sólo es aceptable la comparación en grado superlativo”.
Me he acordado de estas palabras, que explican el momento de zozobra que vivimos, en estos días extraños en los que las huestes del socialismo meridional dicen haber puesto en marcha un proceso de renovación generacional que, singular paradoja, emula a los retóricos del catolicismo al proclamar el advenimiento de un “tiempo nuevo” para todos y todas, miembros de una grey perdida por los caminos del desconcierto. No parece que sea un hecho casual. En los tiempos que corren la desgracia allana el camino para que muchos tornen sus ojos cansados hacia las muletas espirituales –que también son materiales– de las creencias y la religión. La política, para quienes tienen la aspiración de vivir de ella, es una suerte de religión apócrifa: aquella que liga a algunos a la vida, bien sea por convicción o interés inmediato. De ahí que no sea una locura analizar, siquiera de forma apresurada, las Primarias como la variante anómala de una catequesis doctrinal que, vista desde fuera, que es desde donde hay que contemplar estas cosas, mantiene evidentes vinculaciones de fondo y forma con la teología.
La ciencia de las religiones, que son el opio del pueblo pero también el germen de buena parte de su cultura, diferencia los respectivos discursos sobre la trascendencia espiritual en función de su idea mental del tiempo. En el caso del cristianismo, basta mirar el calendario: el eje temporal se sitúa en la figura de Cristo, a partir de cuyo nacimiento contamos los años y los siglos. Las religiones, entre otras muchas cuestiones, se distinguen por el sitio exacto en el que deciden fijar esta línea imaginaria que intenta medir la eternidad. Es lo que se llama una decisión axial. Los teólogos cristianos proclaman que antes de la llegada de Cristo no había más sentido de la religiosidad que el ligado a la mentalidad primitiva, que se sustenta a partir del clan. Todas las religiones agrarias son conservadoras. Maquiavelo, secretario de la Señoría en la Florencia de los Médicis, lo dejó dicho: “La antigüedad y continuidad del dominio político extinguen el recuerdo y los motivos de la innovación”. A partir del cristianismo llega el tiempo postaxial: empieza a hablarse de nueva era, de revelación, de salvación católica.
En Andalucía, que es una sociedad de mentalidad rústica, tenemos la inaudita creatividad de mezclar estos dos ejes temporales constantemente: funcionamos en base a tribus y familias pero aspiramos a construir un paraíso que, casualmente, siempre empieza con nosotros mismos. A cualquier indígena medianamente formado el sentido común le impide aceptar esta situación. Mucho más si, como es el caso, el nuevo poder emergente centra su discurso fundacional precisamente en cuestiones que remiten al pretérito más que al porvenir. Digámoslo de forma expresa: sustentar el valor político, o personal, en la encarnación de unos determinados “valores sociales” y en el orgullo de pertenecer a una determinada “familia” colisiona, conceptualmente hablando, con cualquier mentalidad contemporánea.
Justificar una supremacía moral en cuestiones como el género o la juventud (relativa) es tan imperdonable como hacerlo en función de la religión o de la piel. Ninguno elegimos nuestro sexo al nacer. Tampoco el momento exacto en el que vinimos al mundo ni el entorno familiar que nos deparó el destino. No son pues méritos, sino sobrevenidos, consecuencias del azar, las circunstancias o la genética. Por eso en las sociedades civilizadas lo que cuentan son los méritos y los logros individuales, aunque éstos tengan el rostro de la derrota. Todo lo demás es puro lirismo de aldea, algo que a algunos les puede parecer hermoso –igual que son bellas ciertas liturgias– pero que no suele garantizar ni el progreso ni la prosperidad. Más bien es señal de lo contrario: del peligro de retornar a esa edad oscura en la que el hombre, en lugar de por la razón, se movía por la sangre familiar.
Lo que ocurra en Andalucía en los años venideros dependerá del camino que el nuevo poder emergente elija para comenzar a andar. Los problemas de la patria –escrita siempre así, con minúscula– exigen seso y talento. Eso es lo que hay que reclamar y, en su momento, exigir. A nadie debería enjuiciársele por sus orígenes o sus ancestros, sean éstos ricos o humildes. Tampoco debería nadie presumir de ellos. El motivo es obvio: en ninguno de ambos casos son un logro personal. Igual que las herencias.
Lo dejó muy bien dicho hace ya siglos el escritor Fernando de Rojas en La Celestina:
“Son las obras las que hacen los linajes”.
Nunca al revés. Decir esto a algunos les puede parecer impertinente. Uno, que no es más que un humilde escritor de periódicos, se debe a las normas de su oficio. Y entre éstas, como dejó resuelto Joseph Pulitzer en un editorial publicado en el New York World en 1883 está el siguiente mandamiento: “La prensa es una institución que debe ser independiente a rajatabla y que no debe tener miedo de atacar a la injusticia, ya venga de la rapacidad de la plutocracia o de la rapacidad de la pobreza”. Se trata de rapacidades idénticas, aunque no siempre lo parezcan. Lo que nos hace personas nunca es nuestro origen, sino nuestros actos. Nada más.
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