Existe una diferencia –categórica– entre la cultura y el negocio del espectáculo, del mismo modo que una cosa es la política, divina comedia, y otra distinta la propaganda, pero ya se sabe que vivimos en una sociedad donde lo accesorio pesa más que lo sustancial. El Quirinale está que revienta de gozo –sin vísperas– por los elogios que está recibiendo la campaña de promoción turística realizada por la Agencia Ogilvy para atraer turistas internacionales a la Marisma. Cabe preguntarse si es que los turistas no vienen ya por aquí o si, acaso, a alguien le parecen insuficientes para el Quattrocento del escabeche, que ya supera en intensidad al califato cordobés y hasta a la Sevilla puerto y puerta de esas Yndias que perdimos. El spot, nadie que sea aficionado a la serotonina podría discutirlo, es una pieza efectista al tiempo que tramposa, como sucede con cualquier otro anuncio, porque –lo mismo que los boleros– miente sin culpa ni arrepentimiento, sacrificando la realidad de las cosas –listas de espera, pobreza, desempleo, precariedad, tribalismo rociero– a los diabéticos deseos de San Telmo. El espíritu que lo alienta podría resumirse así: “Ya que no podemos cambiar Andalucía y no vamos a intentarlo nunca, porque eso es un lío, vendámosla abroad”. En eso andan. A razón de 38 millones de euros –poca broma–, que es el coste oficial, intermediarios aparte, de esta gran machada digital que fomenta el ridículo orgullo de sentirse indígena, como si uno eligiera el sitio donde nace o si el talento de Picasso, Lorca o Paco de Lucía fuera un bien comunal, en lugar de un atributo estrictamente individual.
Las Crónicas Indígenas en El Mundo.