Sevilla es una ciudad anómala: hacemos obras innecesarias sólo para presumir de nuestro ego y tardamos lustros, cuando no décadas, en arreglar las cosas realmente importantes. Un claro síntoma de locura o de ineficacia, según se mire. Un ejemplo es el nuevo acuario que se va a inaugurar definitivamente el próximo año. El proyecto original data de hace trece anualidades y todavía no está terminado por completo. Que una ciudad tarde casi década y media en sacar adelante un equipamiento de esta índole –privado y recreativo– permite hacerse una idea de la capacidad de la sociedad sevillana para llevar a buen puerto iniciativas turísticas. Una tortuga hubiera llegado antes al destino.
El azar ha querido que la cinta inaugural, si no surgen más contratiempos, la vaya a cortar Zoido. Será otro mérito ajeno que se apunte el actual regidor, ya que los preliminares de este proyecto pueden situarse a mediados de los noventa, cuando los andalucistas –entonces todopoderosos en Urbanismo– diseñaron el plan de ordenación que permite la explotación comercial de los muelles portuarios. Desde entonces, los alcaldes y los gobiernos locales han ido sucediéndose –con más pena que gloria– y el asunto seguía varado hasta que la Junta concedió los créditos necesarios a una empresa de capital vasco.
El acuario se nos antoja una metáfora posible de la Sevilla actual. No sólo por los retrasos en su construcción, sólo equiparables a aquella idea que se llamó Puerto Triana y ahora es la Torre Pelli, sino porque, según las crónicas de la visita institucional hecha hace apenas unos días, los promotores del complejo recreativo prometen que los visitantes podrán ver a través de un cristal blindado hasta 400 especies distintas de animales.
¿No hay animales en Sevilla? Legión, nos atreveríamos a decir. Similares incluso a las futuras estrellas del Muelle de las Delicias: los tiburones. Aunque los escuálidos patrios son de naturaleza distinta: suelen llevar corbata y acuden a ciertos cócteles por las tardes. Algunos sostienen que se dedican a los negocios –entendidos a la sevillana manera, que consiste en poner la mano– y, en los últimos cinco años, desde que la crisis se mostró infinita, vienen haciendo “dolorosos ajustes” en sus empresas. Muchas, familiares.
Le deseo suerte a los promotores del acuario, pero para ver verdaderos tiburones en Sevilla no hace falta pagar. Basta salir a la calle, que todavía es gratis, acudir a algún foro empresarial algún día de diario o ir a almorzar a determinados restaurantes, donde, aunque las cosas ya no son como antes, todavía se puede escuchar a alguno presumir de «la envergadura de la última regulación que ha tenido que hacer en su casa». Es todo un síntoma cultural que en Andalucía se llame casa a las empresas. Ilustra sobre el paternalismo que rige nuestro débil tejido empresarial, donde la innovación es una mera etiqueta y el derecho de pernada una triste costumbre.
Pese a que el Gobierno central quiera vendérnoslos como el principio del milagro, los datos del paro han vuelto a certificar esta semana que sin empresas serias, que son justamente las que no abundan en Sevilla, no hay salida posible del laberinto. El pozo social en cuyo fondo está sumida la ciudad sigue siendo negro. En la provincia todavía es peor: tenemos ya 308.600 desempleados, lo que supone la mitad de todos los trabajadores ocupados. Las estadísticas no engañan: el desempleo en Sevilla roza el 34%. Un indicador que revela hasta qué punto esta sociedad está condenada a la desesperanza por mucho que el Ayuntamiento piense que todos los males se atenúan celebrando la Navidad –cuando llega– o, durante el resto del calendario, pregonando a los demás las bondades y la claridad de nuestro azulado cielo patrio.
Nuestro horizonte podrá ser soleado, pero esto no es sinónimo de felicidad alguna. África también tiene una meteorología envidiable y no deja de ser un continente paupérrimo. Las horas de sol no indican nada más que una situación geográfica: la mayoría de los países subdesarrollados tienen demasiada luz natural y no por ello dejan de ser crueles para vivir y medievales en sus costumbres. En muchos sucede lo mismo que aquí: los verdaderos homicidas no están sumergidos bajo el agua, sino visibles a plena luz del día. Algo que es propio de las épocas de miseria y escasez, que nos enseñan lo mejor, pero también el lado más miserable, de los seres humanos. Ya saben: esos tipos tan normales que tenemos a nuestro lado, que casi siempre parecen inofensivos, a veces incluso nobles, y que un buen día se vuelven verdaderos piratas de mar cuando lo que está en riesgo es lo que ellos llaman su «calidad de vida». Cualquier cosa.
En Sevilla no sólo no hay trabajo, sino que los sueldos, cuando todavía existen, han descendido hasta el salario mínimo. Los tiempos son intensamente mezquinos y el paisanaje lamentable. Demasiada gente se aprovecha de los apuros familiares de sus propios vecinos. Hay empresarios sin corazón, sindicatos acostumbrados a vivir de lucrarse con los problemas ajenos, o abogados que tratan de exprimir a gente que intenta bracear en el mar. Los juicios por despidos se fijan casi tres años después de la expulsión de las empresas, sin dejar ningún resquicio a la esperanza. La calle está todos los días llena de episodios donde los protagonistas son estos negros personajes. No es raro que en las miradas se perciba desesperanza, cuando no un muro infinito.
Después de sufrir las dentelladas del prójimo, por decirlo en los viejos términos evangélicos, ¿quién necesita ir a ver tiburones detrás de un cristal? En realidad, el mundo real es el contrario al que contemplamos en un acuario: son los tiburones los que están sueltos y algunos, cada vez menos, los que detrás del cristal intentamos resistir mientras somos observados en silencio por aquellos que, antes o después, se convertirán en nuestros asesinos. Un espectáculo insólito en el que todos podemos ser un día las víctimas. Donde siempre ganan los mismos.
Kmaru7 dice
Magnífico, como siempre, pero una pequeña observación sobre el cuarto párrafo: aunque los «escuálidos» (término que puede llevar a confusión) son una familia de peces (como el cazón) con la que se entronca el tiburón, el sinónimo propio de éste es «escualo» y se utiliza para los centenares de variedades que existen de él.