La política es como un sortilegio de magia negra, capaz de predicar una cosa y aceptar a continuación, sin problemas, la opuesta. Cuando se consumó la Revolución Rusa, ese asalto contra el poder zarista que desde el primer día replicó, superándolo enseguida, el absolutismo de la dinastía de los Romanov, una de las consignas (propagandísticas) que tuvieron mayor fortuna fue la que defendía entregar todo el poder a los soviets. Una suerte de manifiesto (sin principios) que, con la coartada de dar el mando a las asambleas populares formadas por los proletarios y los campesinos, activó la depuración (indiscriminada) de las instituciones del régimen zarista en beneficio de la nueva dictadura de las masas. Su enunciación ocultaba una gigantesca mentira: se pueden cambiar las jerarquías sin usar la violencia política. La muerte, el sectarismo y la tortura no tardaron en manifestarse porque la tiranía, en cualquiera de sus formas, debido a su naturaleza, necesita imponerse a través de métodos violentos. Quienes terminaron encarnando a los desheredados no fueron gente de dicha condición, sino la nomenclatura soviética, encabezada por un Lenin que primero vivió en Europa de las remesas de dinero de su madre y, después, del fondo de reptiles de los alemanes. Hasta que cobró del Estado creado a su capricho, igual que cualquier dios mortal.
Los Aguafuertes en Crónica Global.
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