Los hombres obsesionados con su propia salvación espiritual –esa quimera imposible– tienen fama (merecida) de seres egocéntricos y obstinados. Pudiera ser cierto. El narcisismo espiritual, radicalmente diferente al físico, sin embargo, a veces termina convirtiéndose en una extraña forma de bondad. Nadie que no se ame mucho a sí mismo puede, llegado el trance, preocuparse de los demás. Le ocurrió, a su manera, a Unamuno, atado a su propia agonía; y le sucede (de otra forma) a Lev Tolstói, el soberbio novelista ruso que, al término de sus días, eligió el misticismo de la vida campestre frente a la posibilidades que le ofrecía su condición de aristócrata en la Rusia del XIX, ese imperio infinito de cultura agraria y desigualdad.
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