Antonio Escohotado, probablemente el último librepensador lisérgico, sostenía que un país puede considerarse rico no en función de sus recursos naturales o de la masa monetaria en circulación, sino en la medida en que sus ciudadanos, que son lo opuesto a los vasallos, tengan cultura, educación y practiquen la urbanidad con el prójimo. Estados Unidos es un país indiscutiblemente rico, pero ha elegido a un presidente –Donald Trump– que no cree en la diplomacia y únicamente entiende la ley de los más fuertes. Un presidente que califica a los inmigrantes de delincuentes habiendo sido él condenado por su conducta personal y política. No cabe duda de que trata de una auténtica singularidad. Su segundo mandato en la Casa Blanca ya ha sido interpretado como la señal inequívoca de un cambio de época.
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