Si la democracia, concebida en abstracto, es un teatro que permite la convivencia entre ciudadanos desiguales y distintos, evitando que una sociedad recurra a la violencia y el poder dependa de la fuerza, la partitocracia es su grotesco: un sustituto en el que, en vez de los ciudadanos, quienes mandan son los jefes de escuadra, gracias a la adulteración de la voluntad popular. Las formas, en política, son el fondo. Uno de los síntomas de su malversación, que en España y en la Marisma son cosa habitual, consiste en no saber –o no querer– diferenciar lo que es un diputado de un militante. O un político de un gobernante. En pensar las instituciones (de todos) como si fueran prolongaciones del interés partidario (de algunos).
Las Crónicas Indígenas en El Mundo.