Bukowski, a quien nadie se le ocurriría calificar como poeta nacional –su única patria era el espanto– publicó en la revista underground Ole (1965) un manifiesto —“A Rambling Essay on Poetics and the Bleeding Life Written While Drinking a Six-Pack (Tall)”— donde escribe: “Whitman lo entendió al revés. Para tener un gran público antes debemos tener gran poesía”. Léase: poesía honesta, sincera y cruda. Aunque sea escribiendo lo que –para la estrecha mentalidad decimonónica de la época– eran obscenidades no muy distintas a la pornografía que inspira las mejores piezas del escritor de Los Ángeles, uno de sus involuntarios sobrinos, herederos del espíritu humano, demasiado humano, al que Woody Guthrie, el trovador de la América real, poblada por un ejército de fracasados cuya única hermandad es la desdicha, dedicó un poema al que le puso música Willy Bragg para un disco de Wilco. Prueba de cómo la semilla milagrosa de Whitman sigue dando sus frutos culturales.
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