Aunque no lo crean ciertas almas cándidas, escandalizadas por haber tenido que contemplar hace unos días en la primera página de este periódico la elocuente foto de un silencioso depósito lleno de ataúdes, el coronavirus mata personas. Muchas. Bastante más de las que indican las estadísticas oficiales. En Nueva York, donde los últimos decesos por la pandemia superan ya a los registrados en cualquier otro país del orbe, han empezado a excavar fosas comunes en la isla de Hart (Bronx) para dar tierra a la multitud anónima ahogada por el virus, que también ha aniquilado las últimas esperanzas de que nuestras instituciones democráticas funcionen como es debido o, simplemente, nos cuenten la verdad de este drama. Nuestros políticos han demostrado ser incapaces de controlar y atenuar la crisis múltiple del COVID-19, que es sanitaria, económica y cultural. Una vez comprobado que el naufragio que sufrimos será duradero, parecen haber resuelto además, con las víctimas de su incompetencia encima de la mesa, ponerse medallas. Unos y otros. Los héroes de esta guerra, por supuesto, son otros distintos, pero las evidencias en el obsceno juego de medias verdades y narcisismo que es la política de los simples no importan demasiado. La verdad oficial, que es la mentira elevada a la cumbre, se fija por decreto.
Las Crónicas Indígenas en El Mundo.
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