El teatro social perdura hasta el instante (definitivo) de la muerte. Cualquier cementerio es una constelación de vanidades yermas, una escenografía con un sinfín de pompas inútiles. Unos difuntos reposan en grandes mausoleos familiares, bautizados con el apellido de la estirpe; otros, en cambio, yacen en nichos humildes o en repositorios de cenizas olvidadas. Todas las religiones antiguas comienzan con el culto (sagrado) a los propios muertos, aquellos que un día nos precedieron sobre la tierra, pero en una sociedad donde las jerarquías no dependen del talento individual, sino de la riqueza legada, los camposantos aún reproducen inútilmente la escala social de los vivos y los deudos. A los muertos estos gestos no les afectan en su silencio infinito: un cadáver es igual a otro. Los restos de ausencias eternas. Apenas unos escasos metros de diferencia separan la tumba de Queipo de Llano, el asesino golpista que tomó el Sur de España para la causa fascista, del lugar donde se fusilaba a sus víctimas, asaeteadas sin juicio contra la muralla de la Macarena. Ese trecho, donde todos los años una inmensa multitud lanza piropos a una Virgen milagrosa, está colmado de oprobio.
Las Crónicas Indígenas en El Mundo.
Deja una respuesta