Las catedrales son, en términos simbólicos, la soberbia condensación en piedra de una época perdida por el transcurso de la historia. Puertas milagrosas hacia un tiempo mítico que nos precede. Cápsulas capaces de atesorar el pretérito junto a falsas reliquias, clavos oxidados de Cristo, sangre coagulada en rosarios de plata, hostias de trigo fino, biblias, exvotos y cálices dorados. El espacio de un viejo teatro -el de la vida vista como una ceremonia sagrada- con la inconfundible y característica forma de una cruz. Una catedral es una obra que dura siglos, un afán colectivo, un edificio milagroso donde se acumulan –en estratos sucesivos– los vivos y los muertos, los nombres ciertos y los apellidos imaginados, la chusma y los teólogos, los santos y los viciosos vulgares. Pura contradicción, contraste y sedimento. Nada de esto tiene que ver exactamente con la religión, aunque las catedrales fueran concebidas en su tiempo como artefactos perfectos de propaganda doctrinal, máquinas de emocionar pensadas para hacernos sentir el amor de Dios y, a continuación, mentirnos al mostrarnos un cielo ideal al que sabemos que no vamos a llegar nunca.
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