A su manera, Nicolás de Maquiavelo, el más grande filósofo político de la historia, era un perfecto diplomático. Igual que un embajador o un canciller que se precie de tal condición, procuraba no revelar la verdad de las cosas salvo en función de la conveniencia. Tan sabia y atroz conducta, que algunos llamarían cinismo, le permitió defender ideas contrapuestas en El Príncipe y en sus Comentarios a Tito Livio. En el primer tratado describe como nadie el sublime arte del gobierno autoritario –que son absolutamente todos, con independencia de su apariencia– y la necesidad de que un gobernante que aspire a perdurar sea astuto y frío, incluso impío. En el segundo libro, en cambio, celebra el modo republicano de gobierno y se suma al ideal del pueblo como principal actor político. ¿En cuál de estos dos manifiestos fue realmente sincero? Probablemente en ninguno. La verdad siempre es un concepto relativo.
Los Cuadernos del Sur en La Vanguardia.
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