A juicio de Chesterton, príncipe del ingenio y señor de la paradoja, los moralistas antiguos y los creyentes cristianos defendían con sinceridad los derechos políticos de los ciudadanos, en contraposición a los revolucionarios, “que no confían en que el hombre corriente pueda gobernar su casa, y ciertamente en ningún caso quieren que gobierne el Estado”. Si éstos últimos aceptan que el pueblo pueda votar –escribe con sorna el gran periodista británico– es porque saben que el sufragio personal no otorga ningún poder. Quien manda en una asamblea siempre es la masa. Una suma sin forma; en ningún caso, los individuos concretos. Los políticos son intérpretes (sin competencia) de ese unicornio azul que llamamos la mayoría social. ¿Dónde se encuentra en Andalucía? Nadie lo sabe con certeza. Las encuestas, desde luego, no definen su ubicación precisa ni tampoco desvelan su naturaleza. Dibujan tendencias generales, pero aún no son capaces de delimitar el tamaño de las periferias del malhumor social, que es donde se incuban los grandes cambios políticos. Ignoran además los silencios presentes en la partitura ambiental. La abstención nunca se quiere oír, pero suena. Mucho.
Los Cuadernos del Sur en La Vanguardia.
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