Los silogismos son como los sevillanos: los hay de distintas estirpes pero, según algunos, todos respondemos al mismo patrón. Se trata de una fórmula infalible para equivocarse.
La Noria sabática en El Mundo.
Los silogismos son como los sevillanos: los hay de distintas estirpes pero, según algunos, todos respondemos al mismo patrón. Se trata de una fórmula infalible para equivocarse.
La Noria sabática en El Mundo.
De Julio Cortázar se dice que es un escritor deslumbrante. Es verdad. De lo mejor del pasado siglo. Es cierto. La mayoría de estos juicios no corren riesgo alguno: se pronuncian al calor del aniversario (que toque) de su muerte, cuando los periódicos y las televisiones dedican algunas páginas interiores, algunos minutos al final de un telediario quizás, a evocar con los habituales lugares comunes al autor de Rayuela. Recuerdan su biografía, añoran los fríos del París que eligió como destino para soportar el infinito peso de la vida. Lo recrean en sus amores y compromisos políticos. Cortázar, sin embargo, hace mucho tiempo que rompió el estricto encadenamiento de los escritores sudamericanos del boom, aquel viento que sacó de las redacciones a García Márquez, de la radio a Vargas Llosa y convirtió a su generación en paradigma de la literatura moderna en español.
Montesquieu creía que en materia de leyes conviene imitar a la muerte y no aceptar excepciones. Tras avalar su idea proclamamos, sin dudarlo un punto, que en Sevilla somos inmortales. La ley rara vez se cumple en nuestra ciudad y más extraño aún es que las normas se apliquen como exigen las famosas trabajaderas cofrades: a todos por igual.
[La Noria del sábado en El Mundo Andalucía]
Los poetas, como ocurre en casi todas las familias maltratas, acostumbran a hacer de sus controversias cuestiones de fe. Tienen una doctrina marcada a sangre: hablar siempre de sí mismos, de sus allegados, de sus amigos. De toda la fauna que pulula a su alrededor. Para eso son poetas. Un poeta, cualquier poeta, siempre se considerará el centro del arte de su tiempo o, en su defecto, de su ciudad. Es algo inevitable: no existe el poeta humilde. La historia de la literatura lo confirma, entre otras cosas, en relación a la (eterna) discusión sobre cuál es la mejor técnica para componer versos. Horacio o Víctor Hugo. Entre ambos anda la cosa.
Creer en una nación es sencillo: consiste en tener fe ciega en un determinado relato de la historia, generalmente manipulado. Sevilla debe ser una nación no declarada, sin ningún estatuto que la avale, porque sin creer excesivamente en sí misma -para hacerlo tendría que ser capaz de mirarse de cuerpo entero en el espejo del desencanto- no deja ni un solo día de reivindicarse con la intensidad de las viejas aldeas, encerradas en un bucle infinito. Es un mal parecido al del Kurtz de Conrad: ¡el horror!
