Las tragedias, en ocasiones, adoptan la forma de un juego de ingenio o se manifiestan como divertimentos del azar. Igual que la partida de ajedrez de El Séptimo sello, la película de Bergman. O como un cadáver exquisito, ese entretenimiento intelectual creado por los poetas surrealistas que, congregados en el Café Voltaire de Zurich, creían que el arte supremo, igual la existencia, no es una creación individual, sino una obra casual guiada por la desordenada fortuna que rara vez versa sobre otros temas que no sean el amor, la vida y la muerte, los tres asuntos en juego en esta crisis del coronavirus, que nos recuerda que somos frágiles ante los caprichos del destino, enseña que la vida cotidiana puede alterarse sin razón y evidencia -para quienes lo hubieran olvidado- que la muerte puede visitarnos sin salir de casa. El juego funerario de los vanguardistas obedecía a un método simple: se anotaba una palabra, o una frase, en un papel y se escondía ante los ojos de los demás, que debían completar la enunciación de partida sin conocer su sentido. El resultado era una suma de versos creados por contagio -el término es de Max Ernst- cuyo verdadero significado es el sinsentido. No se nos ocurre una equivalencia mejor para definir el trance por el que todos estamos pasando: partes diarios de muertes, medias verdades, hipocresía y ruedas de prensa; cada región actuando en función de sus intereses y todas siendo estafadas en un mercado sanitario infame, lleno de bandidos, donde el dinero no sirve para salvar vidas porque la desgracia y el egoísmo, cuando llegan, prevalecen. Sobre todo si no se ha tenido la más mínima previsión.
Las Crónicas Indígenas en El Mundo.
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