Los nuevos años veinte, que aún no sabemos si serán felices o desgraciados, comenzarán con un gobierno de coalición PSOE-Podemos cuyo verdadero rostro es, en realidad, el de una alianza más amplia, si incluimos en la mayoría a los nacionalistas vascos y a los republicanos catalanes, dispuestos a facilitar la investidura a cambio de las correspondientes transacciones políticas. Sin duda, será el primer Ejecutivo con vocación duradera tras un largo rosario de presidentes y ministros en funciones. La inestabilidad, desde 2015, ha sido la nota dominante en la sinfonía de la vida pública española. Pero no está descartado que no continúe siéndolo. Que el inminente Gobierno vaya a nacer con aspiración de permanencia no significa que vaya a ser longevo. Eso dependerá del tiempo y de las circunstancias. Su solidez interna estará sometida a prueba desde el primer día, dados los antecedentes que precedieron a la repetición electoral de noviembre y a la enorme complejidad del avispero político catalán. Enfrente tendrá una oposición que, además de parlamentaria, va a ser fundamentalmente territorial.
Cuadernos del Sur
La conversión (andaluza) de Cs
La política, según la práctica contemporánea, ya no es cuestión de coherencia ni de principios. Es la consecuencia de las circunstancias. Esto explica que los líderes políticos cambien de opinión y proclamen un día una cosa y, al siguiente, defiendan la contraria sin empacho. Al cabo, muestra que tener ideas resulta un estorbo, cuando no una anomalía. El verdadero juego del poder obliga a seguir las rigurosas leyes de la realpolitik, afortunada denominación de Otto Von Bismarck que no es sino la versión diplomática del pragmatismo de Maquiavelo, practicado –en tiempos y espacios distintos– por personajes como Richelieu, el Conde Duque de Olivares o Deng Xiaoping, que sintetizó esta certeza con la famosa imagen del gato que, con independencia de su color, debe su existencia al hecho de cazar razones.
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Memorial de agravios
España es probablemente el único país del mundo (civilizado) que ha construido un modelo de Estado del que una buena parte de su población desconfía. Su arquitectura institucional, imperfecta y sometida a tensiones constantes, que desplazan al resto de asuntos de la agenda pública, se ha configurado sobre un cimiento de naturaleza subjetiva: el agravio político. Las autonomías, tal y como las conocemos, son hijas de este sentimiento –manipulable por la clase política– que consiste en imaginar el menosprecio ajeno o creer padecer algún perjuicio contra derechos (sean reales o ficticios) que se estiman ciertos. Incluso aunque no lo sean. En Andalucía el eje del discurso autonómico ha estado centrado, desde su origen, en esta misma estrategia del memorial de agravios; un mensaje efectivo, desde el punto de vista populista, pero peligroso, si lo consideramos en términos de cohesión territorial. La razón, indudablemente, es histórica: el Sur no conquistó, como Catalunya, Galicia o Euskadi, su autogobierno hasta la Transición. En ese momento entre los partidos de izquierda todavía se utilizaban conceptos como el “colonialismo interior” para explicar las fuertes diferencias regionales de la España del tardofranquismo. Desde entonces ha llovido mucho. Andalucía ha salido del subdesarrollo, pese a la pervivencia de sus ancestrales vicios políticos, y se ha transformado, pero ni uno solo de los partidos con representación parlamentaria ha querido (o sabido) abandonar el victimismo interesado para instalarse en la madurez. Esto es: no asumen que, tras casi cuatro décadas de autonomía, sus problemas actuales ya no pueden tener sólo un responsable externo, sino también un causante interno. Sea el que sea.
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La Andalucía muda
La política española, igual que la vida, está condicionada por la dialéctica causa/efecto. O lo que es lo mismo: por el efecto mariposa, que establece que un cambio menor, sin parecerlo, puede provocar una alteración trascendente de la realidad. Las conversaciones entre el PSOE y ERC para desbloquear la investidura de Pedro Sánchez no son ajenas a esta ley. Acuerden lo que acuerden ambos interlocutores, su pacto, necesario para dar viabilidad al abrazo previo entre los socialistas y Podemos, tendrá consecuencias. Algunas están ya produciéndose. La más evidente es la contradictoria posición del PSOE, cuyos patriarcas se están pronunciando –a través de manifiestos y entrevistas– en contra de la fórmula elegida por los actuales dirigentes del partido, decididos a negociar con una parte del nacionalismo.
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La (tibia) travesía de las derechas en Andalucía
La vida, que es una incertidumbre entre dos paréntesis, sigue el itinerario de un viaje que va desde la esperanza (relativa) hacia la decepción (cósmica). Eso que los clásicos de nuestra historia política más reciente, y al mismo tiempo cada vez más lejana, llamaron el desencanto. Un movimiento anímico equivalente –en términos físicos– a la ley de la gravedad. A saber: todo lo que sube, antes o después, termina bajando. El primer año de gobierno de las derechas en Andalucía, cuyo aniversario se cumplió esta semana, es fiel al descubrimiento de Newton. Muchos de los votantes partidarios de un cambio en la Junta tras casi cuarenta años de hegemonía socialista han pasado durante este tiempo –doce meses escasos– de la egolatría de la juventud, como escribió Baroja, a la misantropía de la madurez, que es la consecuencia de ver muy de cerca las cosas. Como dijo Tácito, insigne historiador romano, desde lejos hasta el prestigio parece cierto. Sin distancia, todo se derrumba.
