“No existe mayor desprecio que no hacer aprecio”. El sabio refrán castellano describe, con su condensación cruel, el grado máximo de frialdad y distancia mutua que puede existir entre dos personas. Lo que no explica es que, en vez de estar causada por un conocimiento de los defectos del semejante, la ignorancia consciente proyectada sobre el otro es el puente perfecto para la fabulación sobre su naturaleza. Se trata de un fenómeno corriente: muchos odios nacen del arquetipo, por lo general apresurado, que fabricamos ante quienes nos encontramos al paso. Para elucubrar sobre alguien basta y sobra con exagerar, desconocer el rumbo de su vida o quedarse con la máscara estrecha que oculta su carácter. El significado de este retrato, como los lectores de un libro, lo ponemos nosotros. Y lo hacemos encantados. Sucede desde antiguo con Miguel de Cervantes. Apenas conocemos algunos datos contados de su vida cierta; en cambio, acumulamos miles de libros, estudios, tratados y biografías (algunas notablemente creativas) sobre sus supuestas hazañas sobre la faz de este mundo. De la primera cuestión tiene la culpa la escasa estima, consideración y fama que el autor del Quijote obtuvo en los círculos de influencia artística de la España de su tiempo, obsesionada con el dogma de la pureza de sangre. La segunda circunstancia se explica por el efecto de este vacío previo, que cada cierto tiempo –infinita, igual que la biblioteca imaginaria de Borges, es la bibliografía cervantina– intenta remediar algún ingenuo y censuran, con la ira propia de los devotos de una secta diabólica, los ilustres cervantistas.
Las Disidencias en Letra Global.
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