El Corpus del Año I de la Pandemia –el virus, igual que la Revolución Francesa, viene con su propio calendario– nos ha dejado imágenes asombrosas. A punto de entrar en el Mesidor, primer mes de la estación estival según la terminología jacobina, cuando el Sol cruza la constelación de Cáncer, en un tiempo en el que las mieses deberían tener ya el color del oro, hemos visto al arzobispo de Sevilla –aplíquese a los correspondientes de las distintas diócesis de la Marisma– exhibir al Santísimo, dentro de su cofre de plata, ante una multitud (discreta) que se arrodillaba y contenía el aliento –emocionado– bajo las mascarillas quirúrgicas. Ante la forma sagrada, todos rogaban para conservar la vida frente la adversidad del coronavirus, que ha establecido, pese a lo ecuménico del creciente dolor social –los muertos han muerto, pero no desaparecen de la memoria indignada–, una suerte de extraña jerarquía textil. No todas las mascarillas, igual que los hombres, son iguales. No. Existen las convencionales, prosaicas, y las mascarillas-bozal. Después están los barbijos de alcurnia –su color es el negro, que representa el luto en Occidente– y las mascarillas-manifiesto, aquellas que usan los ultramontanos con la banderita de España.
Las Crónicas Indígenas en El Mundo.
Deja una respuesta