Más que un espacio geográfico ancestral y un territorio cultural, Andalucía, sobre todo, es un relato sentimental. Para unos consiste en la narración (verdadera) de un hecho diferencial, aunque sea de forma algo difusa. Para otros se trata de una fábula con espíritu amable, en contraste con los independentismos periféricos, que vendría a encarnar la mejor sinécdoque posible de España, además de ser la cristalización de una aspiración, alumbrada en términos políticos hace más de cuatro décadas, que terminó adquiriendo arquitectura institucional. Con independencia de cuál de estos dos planteamientos prefiera cada cual –tan lícito es elegir entre la vehemencia y la distancia– lo cierto es que desde la constitución de su autogobierno, hace cuarenta años, la gran autonomía del Sur ha sido interpretada por sus notables como un predio. Un bien particular. Un patrimonio que debe administrarse en régimen de monopolio. Así fue durante los largos siglos de cultura agraria que explican su acontecer histórico –la tierra siempre ha tenido dueños– y, de igual manera, sucedió a finales de los años setenta, cuando los partidos políticos, antes que la gente, se lanzaron a la conquista del autogobierno por el miedo a quedar descolgados del movimiento regional centrífugo que, por emulación del caso catalán y la constante vasca, terminó condicionando el curso de la Santa Transición.
Los Cuadernos del Sur en La Vanguardia.
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