Es fascinante ver la capacidad de influencia que Bob Dylan (Duluth, 1941) ejerce desde hace seis décadas en el universo cultural –léase en su sentido más amplio– mediante un método que tiene bastante de singular: el desapego extremo. Radical. Se trata de una costumbre extraña viniendo de un artista popular y millonario desde los veinte años que acaba de vender todas las canciones de su catálogo a Universal Records, su compañía discográfica, gracias a un acuerdo comercial sin precedentes (no por su importe, sino porque de inmediato ha abierto la puerta para que otros autores hagan exactamente lo mismo, estableciendo así el patrón esencial para rentabilizar una obra musical en el universo digital) y al que el dinero, con el paso del tiempo, no le ha obligado a dejar de ser un grandísimo misántropo. El reloj de la vida, por supuesto, ha marcado sus horas: el músico de Minnesota cumplió ayer los ochenta años sin más celebración –que se sepa– que la íntima. O quizás ni eso. ¿Había algo que celebrar en realidad? Para los dylanólogos, la única religión en la que el Dios al que rezas no te exige necesariamente que creas en él –“Don’t follow leaders, watch your parking meters”–, por descontado. El calendario dylanita, se sabe, se divide entre la era previa al nacimiento de Mr. Zimmerman, cuando el hombre carecía de refugio y vivía entre el barro y el agua, castigado por los obstinados vientos del Norte, y la fecunda civilización posterior. Zimmy, uno de sus apodos, usado como nombre por uno de los restaurantes de Hibbing, el pueblo donde se crió, que ha tenido que cerrar sus puertas, es un octogenario al que la última vez que vimos encima de un escenario –Sevilla, mayo de 2019– prefería tocar sentado ante un grand piano negro que ejercer de crooner, la última de sus múltiples máscaras artísticas.
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