“Bob Dylan no existe. En una invención de la Iglesia”. Casi podríamos comenzar esta brújula con una paráfrasis del verso irónico que Leopoldo María Panero, poeta loco y maldito, hijo del desencanto, escribió para referirse a Dios en su célebre poema La monta atea. En efecto: la figura del poeta y músico norteamericano, Premio Nobel de Literatura para escándalo de los poetas provincianos de café y tertulia, es una creación de Robert Allen Zimmerman, un judío de Minnesota que, igual que hizo Picasso en el campo la pintura moderna, ha cambiado el curso de su arte: la canción popular de Estados Unidos, ese río desbordante donde desembocan el folk, el country & western, el rock, el blues, el gospel o el jazz. De todo esto, sabiamente mezclado, reinventado y modificado, hay en los 39 discos de la discografía oficial de Dylan, que tan sólo resume una mínima parte de sus creaciones, que se diseminan en un sinfín de grabaciones inéditas –The Bootleg Series–, miles de conciertos, abundantes egistros piratas, una gira interminable –The Neverending Tour– que le permite tocar desde en las ferias de los pueblos, a los casinos o los campos de fútbol, emulando así la vida de vagabundo que descubrió en las canciones de Woody Guthrie, o al leer a Mark Twain y a Kerouac –el astro de la Beat Generation–, y que se derrama en otras muchas expresiones artísticas como la pintura, la literatura, el cine, la fabricación de whisky –Dylan comercializa una marca propia, Heaven´s Door– y hasta la herrería, sin olvidar la obstinada alteración de su cancionero, que nunca es exactamente el mismo, sino que muta en función de cuál sea su estado de ánimo o sus preferencias, hasta el punto de, igual que los músicos de jazz, destruir y volver a alzar desde cero en el escenario sus propias creaciones. Lo que sigue es una selección de algunas de estas referencias encadenadas.
Las Disidencias en #LetraGlobal.
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