“Sólo soy un tipo que canta y baila”. La frase provocó una inmensa carcajada colectiva en la enorme sala de prensa. San Francisco, invierno de 1965. Bob Dylan, que apenas un año antes había dicho adiós, sin drama ni nostalgia, a la tradición folk gracias a la cual dominaba el prodigioso arte de escribir canciones y había compuesto una música nueva y, al tiempo, antigua que le condujo rápidamente a los altares de una cofradía de devotos, que proyectaban sobre su figura los sueños de toda una generación sin sospechar que aquel nuevo Rimbaud era un inteligentísimo farsante, estaba entonces en la cima de su carrera como artista. Ese año había publicado dos de los míticos discos de su trilogía mercurial –Bringing It All Back Home y Highway 61– y estaba componiendo las canciones de Blonde on Blonde, su Summa Theologica, que grabaría en Nashville meses después. La fortuna le sonreía, la crítica le elogiaba, los intelectuales lo imitaban, las mujeres le adoraban –él también a ellas– y el mundo, desde reyes a mendigos, lo consideraba –especialmente una parte de la izquierda– un profeta infalible. Él, sin embargo, jugaba a no darse demasiada importancia y se burlaba en público de su leyenda, que todavía no se había convertido ni en flor ni en castigo.
Las Disidencias en #LetraGlobal.
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