La historia enseña que la tiranía es el estado político natural del hombre y la democracia, ese invento imperfecto de los griegos, una excepción que, como escribió Churchill, obliga a inclinarse de vez en cuando ante la opinión de los demás. El arte del poder como simulacro debe ser entonces el absolutismo que se camufla bajo el disfraz de los refrendos. Todas las organizaciones sociales, hechas a imagen y semejanza de sus miembros, desean vestir de legitimidad popular los caprichos de sus jefes de escuadra. El ejemplo más depurado es la Iglesia, una institución vertical cuya influencia no discute ningún prócer, quizás por una secreta e inconfesable envidia.
La Noria del sábado en El Mundo.
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