Una de las anomalías de nuestra democracia es que los presidentes disuelvan el parlamento, emulando el poder absolutista que ejercían los reyes del Antiguo Régimen para deshacerse de las cámaras que les resultaban hostiles. La prerrogativa rige también en las autonomías, cuyos jefes de escuadra disponen de la voluntad popular -reunida bajo techo consagrado- a su real capricho, como si el poder legislativo fuera su saloncito de estar o el cóctel donde se congrega a los pesebristas para que consumen el besamanos del anillo. Técnicamente, la disolución del legislativo es una forma de resolver los pulsos con el ejecutivo. Como un parlamento puede derrocar a un presidente, éste decide cuándo termina la legislatura.
El aguijón de la abeja
Las Crónicas Indígenas del sábado en El Mundo.
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