En Sevilla, ab urbe condita, existía un cronista oficial. Generalmente era un escribano (oficio que nada tenía que ver con lo artístico) que, a la manera de las célebres cartas de relación histórica, levantaba acta de las reuniones de los capitulares de cualquiera de los cabildos, anunciaba los nacimientos de los hijos de linaje, certificaba los dolosos decesos de los ilustres y embellecía (preferentemente en verso) el pasado milenario de la capital de la República Indígena, vinculándola a los insignes sitios de la Antigüedad o relatando historias y leyendas de comprobación imposible. Que nos alcance la memoria, este cargo perduró hasta los tiempos de Joaquín Guichot y Santiago Montoto, hasta bien entrado el siglo pasado, cuando tal título -que aún conservan ciudades americanas como La Habana- desapareció. Desde entonces Sevilla sólo ha tenido cronistas particulares, tipos que con más buena intención que capacidad se han ocupado de contar la historia (real o figurada) de nuestro páramo favorito.
El cronista increíble
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