Balón al suelo. El Gobierno central, que no es precisamente un repentino converso al ecologismo ni un furibundo amante de la sostenibilidad –véase la reforma de la ley de Costas–, enfrió el viernes el inusitado entusiasmo del lobby sevillano que defiende que Sevilla debe convertirse en Algeciras para contar con algún modelo económico industrial. Cañete, cuyo apellido se presta a un sinfín de pareados que vamos a obviar, explotó el globo que lleva inflando meses, si no años, el extraño consorcio de intereses que forman sindicatos, empresarios, el Puerto de Sevilla y el alcalde Zoido (Juan Ignacio), incluidos sus comisionistas en un Plan Estratégico que todavía nadie conoce.
Este grupo, que se hace llamar Plataforma Sevilla por su Puerto, decidió hace tiempo que hacía falta dar una vuelta de tuerca al dragado del río (al que ahora llaman eurovía del Guadalquivir) para que las dudas científicas sobre su impacto ambiental –notables– fueran vencidas por ese espíritu decimonónico, luz de progreso, que alumbra a la Sevilla oficial. En su hoja de ruta, entre otras cuestiones, se proponían varias tácticas: meter prisa, generar miedo y, sobre todo, buscar un respaldo institucional indiscutible que silenciase cualquier tipo de disidencia. Todo muy democrático, claro está.
La estrategia casi les sale bien si no fuera porque al ministro Cañete, que es de Jerez y no se anda por las ramas, le dio un ataque de sinceridad en Jaén –tierra adentro– y el viernes decidió tumbar el castillo de naipes que habían construido los prohombres sevillanos al grito de que quien no está con ellos viene a estar contra el progreso de todos. En el fondo piensan que Sevilla son ellos.
Lo tenían todo a favor: la ignorancia indígena de muchos sevillanos, determinadas líneas editoriales convenientemente subvencionadas, un cuadernillo a colores con sus argumentos –el interés general y todo eso– y, según su versión, hasta el favor real. Hace apenas días el heredero de la corona –España se hereda– vino a la ciudad e incluyó dentro del programa una visita a la Autoridad Portuaria. La Casa Real no habló. La glosa la hicieron ellos, por si a alguien le quedaba alguna duda: “La Corona respalda el dragado, aunque sería mejor llamarlo a partir de ahora optimización de la vía navegable. La palabra dragado es muy áspera”. Cambiarle el nombre a las cosas, no las transforma. O tienen un mal bachillerato o, evidentemente, no saben quién es Guillermo de Ockham ni en qué consiste la diatriba nominalista. Lo suyo no es la filosofía, sino el materialismo en forma de contratas públicas, comisiones aparte.
A la vista de estos acontecimientos, podemos concluir varias cosas. Primero: la Casa Real está tocada. Hace cinco años cualquier cosa que apoyase la corona era indiscutible. Ahora termina siendo un desastre, pues de tal puede calificarse el hecho de que, después de presumir del apoyo de la máxima institución del Estado, la táctica del lobby portuario se haya venido abajo. En parte es natural: la realidad termina imponiéndose a las medias verdades, que son peores que las mentiras.
En Sevilla, sin embargo, todavía se confía demasiado en ese ritual que consiste en amplificar los intereses privados: se saca pecho, se mueven influencias, se busca el refrendo en ciertos periódicos, se acude a los mismos clubes sociales de siempre para predicar la buena nueva pero no se trabaja a fondo en nada. Si el Puerto se hubiera esmerado en impulsar las medidas correctoras que reclamaban en el estudio del río los científicos, quizás ahora podíamos discutir, en términos razonables, las ventajas e inconvenientes del proyecto. No ha sido el caso: durante años se han limitado a perseguir al discrepante confiando en que nadie iba a tener la osadía de decir la verdad. Y menos con la esclusa hecha. El dragado no podía tener discusión.
El Gobierno central no ha tragado el anzuelo. O se mueve en otra lógica. Europea, mayormente. En Sevilla esta cuestión sigue quedándonos lejos, sobre todo por mentalidad, pero es la clave de bóveda que explica todo lo que ocurre con el dragado: no puede pedirse ayuda a Bruselas si eres pobre y, encima que te da dinero (la UE estaba dispuesta a pagar el 80%), plantear una operación cuyo impacto ambiental en Doñana, una de las joyas de la corona de la Andalucía verde, es considerable. Sencillamente no es coherente. Ni es presentable. Por muy sevillanos que sean los señores que vienen a proponer semejante negocio.
Segundo: el ministro, en realidad, no ha dicho más que obviedades. A saber: el dragado no puede hacerse de forma automática, todavía hay que estudiar las condiciones técnicas antes de autorizarlo, el proyecto ni siquiera nos ha llegado al ministerio y está por ver si no hay que hacer una nueva declaración de impacto ambiental. De libro. Y, sin embargo, se recibe como un jarro de agua fría para las aspiraciones de los prohombres sevillanos, que desde hace quizás siglos no son capaces de aceptar un no por respuesta. Ni siquiera un ya veremos.
Lo más divertido es que hay incluso quien, después de meses de devoción interesada, ni siquiera se enteró a tiempo de la noticia, cosa natural cuando uno se dedica a los intereses particulares en lugar de hacer bien su trabajo. Casi mejor: seguir defendiendo los argumentos que el Puerto y Cía diseñaron para convencer a la ciudad de la bondad de su iniciativa es hacer el ridículo. Ninguno es cierto. Ni hay que empezar la obra ya para no perder el dinero de Bruselas –los fondos duran hasta 2015– ni las cautelas que los científicos expresaron en su informe son secundarias, sino categóricas.
Si vuelve a estudiarse la salud del Guadalquivir, las conclusiones medioambientales no pueden ser buenas. El dragado está casi muerto. Game over. Sevilla, en cualquier caso, no ha perdido nada, porque nada había, salvo humo, en esta vaina. Son otros los que han perdido. Lo que la ciudad debe plantearse de una vez es cómo hacer de un Guadalquivir sano, limpio y vivo un elemento que genere riqueza para todos. No para los de siempre. En eso, y no en otra cosa, consiste la modernidad.
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