Roberto Arlt, maestro de la columna impertinente, decía que una de las mayores creaciones de su tiempo –hablamos del Buenos Aires de los años veinte del pasado siglo– es el arquetipo del hombre que se tira a muerto. Dícese del individuo, sin duda merecedor de una apología, que domina el sublime arte de hacer como que trabaja sin llegar, por supuesto, a hacerlo. Trabajar, como sabemos, es un castigo divino que debemos sufrir por los pecados de nuestros ancestros. Pues bien, el hombre que se tira a muerto se opone a esta ley evangélica. Él va todos los días a una oficina, o a una empresa pública, y hace teatro. Un teatro sublime. Lo que no hace, en sentido estricto, es trabajar porque –como explica Arlt– cuenta con la connivencia de unas estructuras (políticas) que le permiten fingir, en lugar de obligarle a cumplir con su deber.
Las Crónicas Indígenas en El Mundo.
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