El andalucismo, desde un punto de vista cultural, es una suerte de cristología, lo mismo que la metafísica, al decir de Borges, debe ser entendida como una rama de la literatura fantástica. Las analogías religiosas, en el campo de las ideas políticas, son herramientas muy elocuentes. En primer lugar, porque los nacionalismos –en cualquiera de sus variantes– suelen propugnar un programa redentorista: el largo camino desde unas supuestas tinieblas hacia una hipotética liberación jubilosa. Y, en segundo término, porque a menudo condensan su mensaje en la figura –o el paisanaje– de sucedáneos de profetas e improbables mesías, que interpretan los deseos del pueblo. Andalucía no es una excepción a este modelo, aunque los defensores de su causa nacional hayan insistido durante décadas en que su formulación no es intrínsecamente excluyente, sino integradora, incurriendo en el oxímoron del nacionalismo universalista. Basta leer a Blas Infante, considerado “el padre de la patria andaluza” –esta denominación está sacada del Estatuto de Autonomía, que remite a su vez a un reconocimiento parlamentario de inicios de los años ochenta– para reparar en que su Ideal Andaluz, el misal que anticiparía el autogobierno del Sur de España, y en otros muchos textos salidos de la pluma de este notario de Casares, de cuyo nacimiento se cumplen este julio los 135 años, fusilado por los falangistas en 1936 sin juicio, palpita una forma de misticismo esotérico que entronca con el sustrato cultural que en su tiempo –principios del siglo XX, desde el reinado de Alfonso XIII, incluida la dictadura de Miguel Primo de Rivera, hasta la Guerra Civil, pasando por la Segunda República– alumbró el regionalismo meridional.
Los Cuadernos del Sur en La Vanguardia.
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