En Sibila, capital de la Marisma, dar pregones y conceder medallas es una tradición popular que simboliza -como pocas- dos grandes mentiras. Una: quien predica sus creencias a gritos acostumbra a ser un trueno (vestido de nazareno). Dos: aquellos que conceden galardones buscan, antes que reconocer los méritos ajenos, celebrar los propios. Ambas certezas permiten entender la forma en la que el gobierno del escabeche maximus ha diseñado los actos del 28-F, marcados por un color en sepia que tira de espaldas. En ellos todo huele a pretérito, a habitación cerrada: la pizarrita con los porcentajes a tiza del referéndum (que perdimos), la estampas entre olivos del Reverendísimo Bonilla y el Adelantado Marínpor el recreo de Blas Infante en Coria, igual que un matrimonio LGTB hacia el altar sagrado de la patria, o el oro populista de los metales del reconocimiento, repartidos para que la Gran Conversión parezca ecuménica. La Iglesia del Cambio (sin cambio) nos ama a todos: ricos y pobres, buenos y malos, abreviadores y rentistas. Todo es concordia junto a Il Redentore. Éste es el tono.
Las Crónicas Indígenas en El Mundo.
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