Uno de los fenómenos más asombrosos de la política indígena es la contradicción. Está por todos lados. Políticos que no saben expresarse –de escribir, ni hablamos– construyen un relato para alcanzar o mantenerse en el poder y, una vez en la cúspide, aunque sea por carambola, como el Reverendísimo Bonilla, de pronto encaran el día en el que deben adoptar una decisión. Entonces les fallan las piernas –mientras proclaman que no les temblará el pulso– y deciden esperar, no apresurarse, ir viendo. Y deciden seguir esperando para, a continuación, esperar aún más. Es el bucle de los que quieren ser famosos sin responsabilidad. Un clásico. Lo estamos viendo con la crisis del coronavirus en la Marisma, medio acuático y, por tanto, inquietante, donde vamos tarde y, como es habitual, a rastras. ¿Por qué? Es sencillo: porque nuestros gobernantes tienen pánico a decidir algo si las consecuencias son impopulares o tienen coste. Ellos no creen en la prevención, sino en la improvisación. ¿Cómo calificar si no el gobierno del escabeche se reúna en un gabinete de crisis un miércoles y, apenas un día después, tenga que volver a hacerlo para autoenmendarse y aprobar lo que 24 horas antes no se atrevía a hacer? Realismo mágico, desde luego, no es.
Las Crónicas Indígenas en El Mundo.
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