Es cosa sabida, aunque no siempre comprendida, que el dinero preocupa tanto a los muy ricos como a los pobres en extremo. Los primeros porque deben conservarlo. Los segundos porque no lo tienen en la proporción, con la frecuencia o en la cantidad suficiente. A ambos inquieta porque lo necesitan, ya sea para presumir (antes de irse a la tumba, lo que no deja de ser una extravagancia absurda) o para sobrevivir. Habrá quien se pregunte qué sucede con las famosas clases medias, aquellas que no pasan hambre pero tampoco nadan en la abundancia. Su situación es análoga. Quienes forman parte de este batallón, menguante en la Marisma desde la crisis financiera que provocó el estallido de la burbuja inmobiliaria, inflada con la inestimable colaboración de la eterna corrupción política, piensan –erróneamente– que la ley de la gravedad no rige en términos sociales y que la espuma de la cerveza tiende –y debe– rebosar el borde del vaso. Esto es: nunca se conciben a sí mismas como posibles desclasadas y aspiran de forma casi universal (aunque sea en vano) a convertirse en una clase superior. Este imaginario, por descontado, es una ficción. Isaac Newton es infalible.
Las Crónicas Indígenas en El Mundo.
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