Los meteorólogos, que son los profetas que últimamente nos dan más disgustos, sitúan en la noche de este jueves ese instante mágico en el que podremos ver a simple vista el espectáculo ancestral de las estrellas fugaces del verano. Las Perseidas, residuos de los cometas en contacto con la atmósfera, señalan el ecuador del estío y, metafóricamente, anuncian el tiempo de la mortalidad natural. Según los expertos, para apreciar su brillo –que no es sino una señal, paradójicamente deslumbrante, de su agonía– es necesario contemplar el cielo desde un lugar sin luz. La luna nueva que corona este estío tan africano, según el santoral católico, anuncia la inminencia de las famosas lágrimas de San Lorenzo. Tempus fugit. Desde la Antigüedad, cuando los chinos registran por vez primera el fenómeno en sus anales, hasta el siglo XIX, fecha en la que los astrónomos descubren su origen, la lluvia de luces difuntas de agosto es un hermoso acto funerario. Cada gramo de polvo estelar de cometa brilla como nunca antes de apagarse para siempre. Lo mismo sucede con el poder: deslumbra –especialmente a los ciegos y a los escasos de vista– en su esplendor, pero, acto seguido, su luz desaparece y el sagrado oro de los tigres –como diría Borges– se esfuma. A falta de tigres, en la Marisma tenemos linces –especie en peligro– y, en su versión más abundante, gatos.
Las Crónicas Indígenas en El Mundo.
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