Baroja, el hombre malo de Itzea, alérgico a las capillas y fiel practicante de la independencia de criterio, solía bromear con una frase adjudicada a Averroes, filósofo andalusí: “Qué secta tan extraña es esta de los cristianos, que se comen a su Dios”. El sectarismo es una invariante de la política indígena, configurada in illo tempore mediante el síndrome de la pandilla, la patología de la familia y el factor amistad. Los socialistas, que en su paz (parlamentaria) descansen, ya sembraron la Marisma de un sinfín de clanes, cercanos, conocidos, saludados, recordados y demás ralea, institucionalizando así la vieja sentencia siciliana: uno di noi. El cambio (sin cambio) del Reverendísimo se tragó hace tres años largos esta nutrida herencia dinástica. Ahora ha decidido consolidarla por la infalible vía de la mímesis. Los señoritos del escabeche prometieron –¡ah, aquellos tiempos felices de oposición, cuando se podía decir cualquier cosa sin tener después que hacerla!– desmontar la administración clientelar y aliviar las arcas públicas del asalto de los paralelos. Dicho y olvidado, como es norma en San Telmo. Il Presidentino cumplirá pronto cuatro años en el Quirinale y no sólo no ha respetado este compromiso, sino que practica –con dedicación– la misma filosofía de Den Xiaoping: “Gato blanco o gato negro, da igual: lo importante es que sea de Málaga (y alrededores)”.
Las Crónicas Indígenas en El Mundo.
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