Uno de los efectos más nocivos del nacionalismo, no importa de qué variante se trate, es la confiscación política de los sentimientos, que (por naturaleza) son expresiones libres e individuales. Los afectos no tienen más dueño que aquel que los elige, lo que implica poder discutir -a ser posible con respeto- las imposiciones sentimentales. Esto, que debería ser una sanísima costumbre, resulta imposible en la República Indígena, donde desde hace casi cuatro décadas las instituciones públicas, que son teóricamente de todos, han instaurado un ideario particular que confunde la identidad cultural con la patria y tiene en la figura de Blas Infante, de cuyo nacimiento en Casares se cumplen ahora 135 años, su símbolo mayor. Al calor de esta efeméride, a la que seguirá en unos días el tradicional acto de homenaje en recuerdo de su fusilamiento en la Carretera de Carmona, hemos visto a todos los políticos del arco regional, salvo a los ultramontanos, elogiar el «legado espiritual» de Infante, convertido en padre de una nación que nosotros, que hemos nacido aquí, pero podríamos haberlo hecho en cualquier otro sitio, porque nadie elige el lugar donde ve por primera vez la dudosa luz del día, no encontramos por ningún sitio.
Las Crónicas Indígenas en El Mundo.
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