No deben ser muchos los lectores contemporáneos familiarizados con la obra de Stéphane Mallarmé, poeta decadentista francés, a mitad de camino entre el simbolismo y las vanguardias, que horas antes de morir –de un espasmo súbito– pidió, igual que Kafka en el lecho, que se destruyeran sus escritos. Pensaba que carecían de valor a pesar de haber consumido su vida en la tarea de crearlos. “Todo en el mundo existe únicamente para acabar convirtiéndose en un libro”, dijo, estableciendo, antes que Borges, una cosmogonía donde el universo se concibe como una biblioteca y los hechos adquieren valor sólo cuando se trasforman –gracias a la alquimia de la literatura– en estos objetos hechos con tipografías y páginas cosidas entre sí, cobijadas por una cubierta rústica o de cartón. No existe objeto más perfecto. En la historia de la humanidad no hay otra tecnología tan infalible.
Los Aguafuertes en Crónica Global.
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