Se tienen que tener las cosas muy claras para mandar al diablo la teoría de la pirámide invertida. Cinco preguntas no sirven para contar la verdad. Tomás Eloy Martínez (Tucumán, 1934-Buenos Aires, 2010) hizo este ejercicio disidente con grata rebeldía y pertinaz vocación. ¿Beneficiarios? Sus lectores, a los que nos deja buenas novelas y un soberbio corpus de artículos y crónicas de nuevo periodismo –el de siempre: andar y contar– donde los recursos literarios, las licencias, no tienen otra misión que decirte lo que pasa. Señores, el periodismo es una cosa seria.
Como todos los gacetilleros que viven la profesión como una enfermedad de la sangre, aquellos que nunca ambicionaron una jefatura de negociado, los que aún persiguen el espejismo de crear una obra de arte en cada una de las páginas con las que antes se envolvía el pescado, Tomás Eloy Martínez aprendió los rudimentos del oficio como corrector en un humilde periódico –La Gaceta– de su urbe natal, San Miguel, en la periferia de la periférica Argentina. Hablamos de una nación, el fin del mundo, partida en dos mitades: el deslumbrante universo porteño –Buenos Aires– y el resto. Él venía de la provincia más pequeña del país, en el Norte Grande. Paradojas. Hasta que el cáncer lo derribó el domingo en su pieza del barrio de San Telmo, no hizo otra cosa que contar, de una u otra manera, historias.
Enseñó a hacerlo a los demás –en la célebre escuela de periodismo que fundó Gabriel García Márquez; en universidades norteamericanas– y disfrutó todo lo que pudo del inefable vértigo de la hoja en blanco. Últimamente decía que era un periodista de fin de semana. Escribía artículos en La Nación –el ilustre diario de la burguesía bonaerense– y el servicio del The New York Times Syndicate los colocaba en decenas periódicos del mundo. Lectores nunca le faltaron. Una de sus novelas, Santa Evita, donde explica la historia del cadáver trashumante de Eva Duarte de Perón, nómada después de muerta por culpa del exceso de intrigas y melancolías que casi siempre han gobernado la vida argentina, es la más traducida de toda la historia de la literatura en su país.
Sus novelas están dedicadas en buena parte a la reciente intrahistoria argentina: atroz, brutal, desasosegante, marcada por la dictadura militar (1976-1981), a la que había que llamar «proceso de reorganización nacional». Un eufemismo mortal. Mala cosa si se tiene en cuenta que la primera lección que aprendió Tomás Eloy Martínez del periodismo fue a llamar a las cosas por su nombre. El oficio exige un ejercicio de rigor y un respeto por el arte de la escritura: “Si cuidas el lenguaje, la ética viene sola porque la responsabilidad siempre empieza por la herramienta que manejas”, decía.
Más enseñanzas. Algunas amargas: “Escribí crónicas iconoclastas sobre cine en un diario. Las grandes productoras le quitaron la publicidad. El castigo consistió en desterrarme a la sección de movimiento marítimo, dedicada a los ahogados que aparecían en el Río de la Plata”. No doblegarse le condenó a ver los ojos de los suicidas durante mucho tiempo. No sería el único quebranto: su relato sobre el ajusticiamiento de un grupo de guerrilleros en una prisión militar de la Patagonia –La Pasión según Trelew– fue quemada en la plaza pública por los generales. La obra, a la que siguieron otras donde se desnudan las neurosis patrias, le costó el exilio y la pobreza, alternativas preferibles a la muerte.
Huyó sin recursos a Caracas y a México DF. En ambas ciudades terminó haciendo lo único que sabía: escribir y dirigir diarios. “¿Qué se siente al poner un periódico en marcha?”, le preguntaron un día, ya retirado en Estados Unidos. “El delirio”, dijo. “Es la felicidad suprema”. Algunos aquí no son capaces de entenderlo. Él, que durante la dictadura vio de todo, lo explicaba de esta forma: “La misión del periodista es no obedecer. El periodismo es un acto de transgresión y de servicio; nunca de servilismo”. Ya lo decía su madre al ir a misa: “Hay que rezar por Tomasito, su alma está completamente perdida”.
Artículo publicado en Diario de Sevilla
[2 Febrero 2010]
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