de los anhelos íntimos de cualquier escritor es fijar, de forma absolutista y soberana, la exégesis de su obra. Su interpretación canónica. El significado del legado que, casi siempre de forma egoísta, aspira a dejar a la posteridad, en caso de que exista semejante cosa. Esculpir la huella individual y condicionar –para siempre– el sentido de sus palabras ante sus posibles herederos, principalmente los lectores, puede ser una tarea tan obsesiva y tiránica como la práctica de la escritura, esa tortura (gozosa) que se vive en soledad. No deja de ser un afán contradictorio: quien se dedica a escribir literatura debería aceptar de buen grado, aunque rara vez suceda, la servidumbre que implica que su obra pueda ser comentada, discutida, incluso manipulada; una vez escrita, es propiedad moral de su público, aunque los derechos de autoría, antes de caducar y pasar al dominio público, reverberen en su persona o vayan en beneficio sus deudos, especialmente las viudas, cuando se trata de un hombre. La tarea, sin duda, tiene algo de quimera: los guardianes del tesoro –la ley de cualquier vida terrestre es la extinción– desaparecerán antes o después e, incluso si otros suceden a los precursores en estas funciones de custodios y cancerberos del patrimonio ajeno –el talento, ya se sabe, no se hereda–, las huellas personales irán desdibujando sus límites en esa playa de arena mojada que es el tiempo.
Las Disidencias en Letra Global.
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