Desde que Georges-Louis Leclerc, conde de Buffon, pronunciase su frase más celebrada –“El estilo es el hombre”–, e incluso desde mucho antes, se sabe que a la hora de contar las vivencias de cualquier escritor es requisito obligado detenerse, además de en sus peripecias vitales, que es la materia esencial de los biógrafos, en los secretos de su escritura. No se trata de un mero capricho: lo que hace único –para bien y para mal– a un autor es su estilo, su mirada, su exacta expresión. La regla cobra mayor trascendencia si se trata de un escritor de periódicos, ese género bastardo que atraviesa toda la modernidad, porque, y esto lo ignoran muchos historiadores y más periodistas, el mejor articulismo, que formalmente no cuenta con ningún rasgo discursivo que lo diferencie de otras prosas –a pesar de la insistencia de los tratadistas sobre la materia, que buscan un unicornio que no existe–, responde siempre a la configuración de un determinado ethos. Sin este carácter (entiéndase desde la perspectiva retórica) no existe el columnismo, ni la crónica, ni la autoría en términos artísticos.
Las Disidencias en Letra Global.
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