Los grandes historiadores de Roma, cuyo devenir desde hace siglos sirve de metáfora para el resto de sociedades occidentales, sitúan en los tiempos de Caracalla el inicio de la decadencia de un imperio que, igual que cualquier otro ser vivo, comenzó a caminar hacia su ocaso nada más alcanzar la cúspide. Ese instante donde se entrecruzan las dos líneas (antagónicas) de la existencia –la gloria presente y el ocaso inmediato– suele manifestarse en cuestiones bastante prosaicas. En el caso de Roma tuvo que ver con los gastos militares: a medida que más crecía su inmenso poder territorial, las fronteras se multiplicaron y, en consecuencia, también lo hizo el tamaño del ejército. La cara inversa del poder siempre es la vulnerabilidad. Los emperadores de esta época, que rara vez morían de muerte natural, sino por celadas o episodios violentos, procedían de la milicia, cuyo coste para las arcas públicas no dejó de crecer en paralelo a las rebeliones de los generales, las asonadas y los cuartelazos. Antes de heredar el poder, Caracalla y su hermano Geta recibieron de Septimio Severo, su padre, este consejo: “Vivid en armonía, enriqueced al ejército e ignorad lo demás”.
Los Cuadernos del Sur en La Vanguardia.
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