EL debate sobre la turismofobia -el fenómeno social de rechazo a los excesos derivados del turismo intensivo- es propio de las sociedades ricas o de los países muy pobres. Casi nunca sucede en los intermedios. La España oficial, que según las estadísticas no se encuentra precisamente en la primera división de la economía global, afronta este tema como si aún fuera próspera y pudiera permitirse que el 11% del PIB nacional entrase en recesión súbita. No es el caso. Ni podemos ni debemos consentirlo. Aunque el turismo no sea, al menos en el caso de Sevilla, una industria justa ni en lo laboral, ni en lo empresarial, ni en el aspecto ciudadano, sin él estaríamos bastante peor. Y seguiríamos como las sociedades mentalmente cerradas: culpando a los demás de los quebrantos cuyos causantes somos nosotros mismos.
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