Toda la verdad de la vida está atrapada en los compases de un tango. La existencia como un melodrama sentimental. Las calles como una aventura agria. Las mañanas de amanecer sucio. Esos días en los que el crepúsculo se alza como una noche infinita donde todo es posible y abominable. Bello y hediondo. El imperio del naturalismo sólo es una más de todas las variantes posibles de la poesía de la vulgaridad, el código literario del mundo moderno antes de la popularización de la tecnología. El universo, entonces, era en blanco y negro. Violento y auténtico. Se mentía de verdad, no con desgana o por costumbre. El pálpito íntimo de los hombres ciertos –los famosos guapos de los poemas de Borges– oscilaba desordenadamente entre las ensoñaciones políticas –hablamos de la era del anarquismo en alpargatas– o se derramaba sobre los adoquines sucios de callejuelas sin salida. Se dormía en catres llenos de piojos, entre ladrones y bandoleros de segunda clase, soñando con una libertad indecente. Y se envidiaba a los afortunados patronos con bigotes a lo Bismarck que podían distraer la melancolía de las tardes en burdeles con pianolas desafinadas. Lujo y espanto. Vida y muerte. El mar sordo, a lo lejos.
Las Disidencias en #LetraGlobal.
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