En teatro, según la preceptiva clásica, rige un principio infalible: cualquier objeto que salga en escena debe ser necesario para la acción, que en dramaturgia siempre es un conflicto, o se convierte en peligroso. Las puestas en escena no toleran el ornamento ni el factor ambiental. Lo que se ve sobre las tablas –además de los actores– debe ser funcional o estorba. Cada acto tiene sus propias exigencias. Si contemplamos la imagen del Reverendísimo después de volver –cual feliz animador sociocultural– de Sharm el-Sheij (Egipto), allí donde Yahveh otorgase las sagradas tablas de la ley a Moisés, convendremos en que su nueva representazione tiene una evidente voluntad esencialista, pero naufraga: tres banderas, tres; el siempre sonriente Gran Laurel, que preside; los agentes sociales (pensionados) y dos consiglieri (El hombre que recibe llamadas y la titular de (Des)Empleo, de cuyo cognomen no queremos ni acordarnos. Hay más mesa (vacía) que personas. Y cada uno de los presentes tiene delante un cartelito con su nombre y condición, como si no se conocieran (y nosotros a ellos). Es una estampa idílica que representa una de las máscaras del statu quo indígena.
Las Crónicas Indígenas en El Mundo.
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