No existe nada más efectivo que una guerra familiar para desconfiar de los lazos de sangre. El matrimonio es la fórmula más convincente que existe para desengañarse de esa institución que es la pareja. La ley de la gravedad, que asesina con saña al idealismo cada día, es un principio inmutable en política. En el caso del proceso de pax armada de las siniestras indígenas, que tras su tormentoso divorcio en la Marisma parecían volver a tantearse mutuamente para una posible reunificación táctica, puramente materialista, de supervivencia, sucede algo análogo: la nueva confluencia no confluye. ¿Sorpresa? En absoluto. Era de esperar. Paradójicamente, los obstáculos no son los motivos económicos: las subvenciones que les pagamos para que hagan política adolescente. Obedece también a una suma de frustraciones y venganzas grupales. El lema del feminismo –lo personal también es político– ha terminado convirtiendo la vida pública en una sinécdoque: ya no existe más política que la particular. Churchill, que junto a Chesterton es un atrio infalible, decía que un diplomático es una persona que piensa dos veces y no dice nada. Lo primero –pensar las cosas– se ha convertido en una anomalía en los partidos políticos; lo segundo –el silencio– todavía más, aunque todos sabemos que en una narración la elipsis cuenta muchísimo, aunque no diga nada.
Las Crónicas Indígenas en El Mundo.
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