La memoria, ese atributo del alma, es lo que nos permite ser como somos. Sin ella no existe la identidad ni tampoco la cultura, pero está en crisis. Valentí Puig lo expresa en su último ensayo –Memoria o caos (Destino)–, donde escribe: “En la segunda década del siglo XXI, la memoria dura lo que dura una pieza de Bansky, concebida para autodestruirse (…) Occidente padece una amnesia cultural cuyos efectos son los olvidos de la masa que, siglos después de la moral heroica, anulan toda noción de bien común”. El fenómeno de la desmemoria –tácita o expresa– se ha convertido, paradójicamente, en uno de los cimientos más sólidos de la política posmoderna, para la que antes del interés general prevalece la conquista del poder. En este contexto, analizar la realidad con profundidad crítica equivale a cometer una herejía. Profesar principios morales se considera una rémora. Y tener memoria, estorba. Asombrosamente, los políticos reivindican la “memoria democrática”, que es una suerte de oxímoron porque recordar es un ejercicio individual que no está sujeto a la ley de las mayorías.
Los Cuadernos del Sur en La Vanguardia.
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