El infierno, tan temido, no es un visitante que se haya presentado ante nosotros sin avisar y acompañando al coronavirus. Siempre estuvo aquí. No lo veíamos no porque no existiera, sino porque lo teníamos demasiado cerca. Las instituciones lo disimulaban con eufemismos, propaganda y los engaños con sonrisas, pero bastaba pisarlo –como visitante, sin alcanzar el último círculo del Dante– para darse cuenta de que cuando te sacan de tu casa, aunque sea pensando que será por tu bien, en ese instante en el que ya no puedes llamar hogar al lecho en el que duermes, cruzas un túnel que tiene una estación término. Las residencias de ancianos son la zona cero del COVID-19. Nuestros viejos se están muriendo solos, enterrados sin duelo y abandonados por el sistema que prometió cuidarles hasta el último aliento. Sus familias, salvo llorar, no pueden impedir este desenlace. Están impotentes frente al naufragio.
Las Crónicas Indígenas en El Mundo.
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