En política se puede ser, básicamente, dos cosas: sol o espejo. No hay más. El poder absoluto, tan aficionado a las taxonomías, no las admite para sí mismo: se manda o no se manda. Y, en el segundo supuesto, rige la ley de la milicia: hay que obedecer. En la Marisma, que es una ciénaga soleada, los astros que a lo largo de su historia pública han sido tales brillaban más o menos tiempo y, llegada su hora, se extinguían, siendo sustituidos por luces alternativas que, como en el Vaticano, decidían ellos mismos. Nombrar a tu sucesor es una prerrogativa de los sátrapas que en la República Indígena se convirtió en norma. Los motivos saltan a la vista. Raro, casi imposible, era que un antiguo Rey Sol pasase a reflejar la luz ajena. Mejor era dedicarse a otra cosa distinta (pensionada, por supuesto, que aquí todos abrevan de la misma fuente) o anticipar el retiro antes de aceptar la humillación de verse obligado a sonreír ante los caprichos gratuitos de quien ocupa un puesto que antes era tuyo.
Las Crónicas Indígenas en El Mundo.
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