Sir Francis Bacon decía que los viajes, durante la juventud, son una parte de la educación, mientras que en la vejez constituyen una prueba de la experiencia. Si fuera cierto, cosa que a nosotros nos parece indudable, bien podría decirse que en Sevilla no tenemos demasiadas letras ni la experiencia, al contrario de lo que dice el refrán, es siempre un grado. Por lo habitual, en esta ciudad se viaja poco y mal. Hasta hace unas décadas nuestras élites apenas si salían de los estrictos límites hispalenses. Ahora, cuando las nuevas generaciones se marchan a buscar el incierto futuro fuera a falta de sustento patrio, se viaja por obligación, igual que si fuera una condena. Alejarse de Sevilla para crecer en lo personal y profesional, un cursus honorum que todos deberíamos hacer al menos una vez en la vida, sigue viéndose como una maldición en lugar de como un regalo que nos permite aprender, comparar las enseñanzas adquiridas y reformular nuestra propia idea del terruño.
Paradójicamente, no conozco otra ciudad más obsesionada que Sevilla con el turismo, que es una industria con apenas dos siglos de historia que en estos pagos nunca se ha practicado en primera persona pero con la que, asombrosamente, pretendemos subsistir. Una perfecta incoherencia. Durante las tres últimas décadas, y con independencia de quien ocupara la Alcaldía, una buena parte de la política municipal se ha consagrado a proyectos, planes y propuestas para fomentar el turismo. Todas hechas con el mismo guión y la retórica de los años setenta. Por un lado se dice que el turismo es lo que mantiene a la economía local. Por otro, que es necesario seguir promocionando lo que todo el mundo ya conoce de Sevilla: el costumbrismo con carné.
Ninguna de ambas cosas son ciertas. Si el turismo fuera un motor económico real, no lo único que tenemos para no fenecer en el fondo del pozo, los índices laborales de Sevilla no estarían en el subsuelo. Y si hubiera alguna necesidad de contarle al resto del mundo lo que somos, como si el mundo no lo supiera desde hace bastante tiempo, extraña mucho que desde las instituciones se insista en una estampa que a buena parte del orbe debe resultarle casi medieval. El mundo real va de hacer cosas. Salvo en Sevilla, donde lo único que se hacemos es proclamar –además sin viajar, lo cual tiene mayor delito– que somos la mejor ciudad del mundo.
Los políticos fomentan todo esto para acariciar el ego general. No deberían temer nada: vida inteligente nos va quedando bastante poca y está controlada. En Sevilla hemos hecho de nuestra condición y naturaleza de aldea –geográficamente somos una ciudad; culturalmente un pueblo– una industria irregular que permite a los gobernantes patrios viajar siempre a nuestra costa, aparentar algún mérito, no teniendo en realidad demasiados, y justificar su incapacidad para solventar los problemas cotidianos con la eterna cantinela de que hacen lo que pueden para que vengan más turistas a la ciudad, como si eso y el éxito fueran la misma cosa.
La obsesión municipal con el turismo acostumbra defenderse en función del empleo –sin dar nunca datos de su cantidad y su calidad; si se conocieran las cifras reales se rompería el cuento– y la riqueza. Rara vez se plantea si no sería necesario dejar de repetir la misma estrategia de siempre: gastar el dinero de todos en un sector que no beneficia a todos, sino exclusivamente a una parte muy concreta de la ciudad oficial. ¿Han visto ustedes a algún hotelero u hostelero patrocinar algún acto cultural? ¿Conocen de alguno que haya arriesgado su propio dinero para atraer visitantes y clientes ? Yo no. No es que sean liberales, es que son pasivos.
Y, sin embargo, todos ellos exigen al Consistorio inversiones públicas cuya rentabilidad termina siendo siempre privada. E influyen en la Alcaldía para que no aplique las ordenanzas locales y permita, entre otras muchas cosas, barbaridades como que las plazas y calles de Sevilla sean un inmenso abrevadero donde pasear es algo imposible. Hablarles a estos empresarios de competitividad es una quimera. Lo suyo es la queja constante. En realidad, cuando votamos cada cuatro años no elegimos a un alcalde, sino a un promotor turístico que va a dedicarse durante la mayor parte de su reinado a promocionar una ciudad que no existe –la de los turistas– para dejar sin resolver los problemas de la Sevilla real. Quienes vamos a las urnas somos los ciudadanos, no los visitantes. Alguien debería darse cuenta de una vez de la diferencia. Y reparar en que gobernar una ciudad no consiste en montar un tour para falsificar la historia, sino en resolver problemas.
Deja una respuesta